domingo, noviembre 25, 2012

Un cuento de Gentecita del montón

Este cuento forma parte de Gentecita del montón, mi primer libro de cuentos. Fue escrito hace más de treinta años. Todavía me reconozco en él.



Ilustración de Marcos Roda para la portada de 1981
Un domingo antes del fin del mundo

Para Morales


Heinz miró por la ventana sin decir nada. El trasteo estaba listo. Las cajas, los muebles, las maletas bien amarradas se acumulaban en todos los rincones de la casa. Salió al antejardín y se sentó en la barda, pensativo. Dio una última mirada al vecindario. Observó las ramas de los urapanes y los gorriones que volaban sobre el Parque Nacional. Todos salimos y lo acompañamos en su espera sin decir palabra. Acostumbrados a sus actitudes inexplicables mirábamos hacia donde él miraba, aguardando alguna revelación de despedida. Tal vez un mensaje final. Sentíamos cierta nostalgia anticipada al saber que Heinz ya no estaría más entre nosotros. Que la larga temporada que vivimos en su alucinante compañía terminaba para siempre. Sin embargo, colaborábamos solidarios a su precipitada fuga. Sabíamos, porque él mismo nos lo había dicho, que este día llegaría y no podíamos evitarlo.


Un camión de Rojas Trasteos dobló en la esquina mientras observábamos el viento convertirse en pájaros que se perdían entre los árboles. Nuestro tiempo compartido terminaba en ese momento. La agonía de nuestra relación se precipitó con la llegada del vehículo. Las manos me sudaban en los bolsillos del bluyín.

–Bueno jóvenes –dijo Heinz con la amable autoridad que caracterizó siempre su forma de tratarnos. –Si vinieron a colaborar empiecen a meter mano.

Los ayudantes del camión prepararon las mantas y colchonetas que protegerían su herencia: los muebles tallados a mano, el piano, los libros coleccionados en sus treinta y cinco años de vida. Las cajas con instrumentos eléctricos, dos arrobas de plomo e innumerables frascos con conservas de vegetales y frutas.

Vestido con corbata y chaleco de lana, Heinz daba meticulosas instrucciones acerca del orden en el que debíamos cargar las cosas en el camión. Esa caja todavía no, las mesas al fondo, hay que hacer rendir el espacio, decía mientras el chofer y sus ayudantes lo miraban de medio lado y escupían en el piso, con desprecio.

El Negro, Joaquín, Toño y yo nos distraíamos a cada momento. Encontrábamos notas bajo las cajas que no podíamos evitar leer. O pequeños juguetes, astrolabios y giróscopos de fabricación casera. Heinz molesto nos presionaba para que continuáramos cargando las cosas.

Él siempre había sido así y nosotros lo entendíamos. Nadie puede evitar que su temperamento sea al mismo tiempo su destino, y el de Heinz ya no nos sorprendía. Era alguien que sabía de dónde venía y para dónde iba. Por eso aceptábamos su manera de comportarse: directa, sin malabarismos de cortesía social.

En cambio, en la época en que lo conocimos muchos de nuestros amigos se espantaron con él. Veníamos de una adolescencia sufrida en colegios de altas paredes de ladrillo y canchas de baloncesto donde jugaban los futuros ejecutivos de algo. Éramos niños felices de los barrios del norte de Bogotá y comenzábamos a formar parte de las estadísticas de bachilleres sin universidad y desempleados clase media. Ahí fue cuando conocimos a Heinz.

Fue al final del desastroso concierto del parque nacional. Grupos de hippies con sombreros de paja y ruanas guambianas aplaudían con entusiasmo a los grupos de rock de los años setenta. Limón y medio, Siglo Cero, La banda de Marciano. Pasamos toda la tarde con nuestros rocanrroleros del subdesarrollo –torpes guitarristas y amplificadores en cortocircuito–, hasta que se acabó la vareta y despertamos. Bajamos la loma del parque, pisando las hojas secas de eucalipto, guiados por el comportamiento alucinado del público, hasta que encontramos un pequeño grupo de gente reunida alrededor de un tipo barbudo y medio calvo. Era Heinz que aprovechaba la efervescencia del rock para invitar a un congreso de la ciencia hermética.

El embeleco fracasó por falta de público. Tiempo después se lamentaría por no haber propuesto mejor una orgía de cacao sabanero o algo más acorde con la época. Le habría ido mejor, porque la única gente que consiguió fuimos nosotros. Gente extemporánea como él. Lectores de El retorno de los brujos y de los libros de Fulcanelli; y enemigos, como él, de la compañía femenina. Tipos solitarios y perplejos ante la vida.

Al día siguiente nos puso cita, nuevamente, en el Parque Nacional. Ahí, frente a las aguas oxidadas que rodean el monumento a mi general Uribe Uribe, nos hizo un recorrido por el monumento secreto que se ocultaba en los jardines del parque.

Mientras caminábamos por los senderos de cemento, entre las rotondas y las glorietas de pinos, nos explicaba el sentido oculto de una serie de monumentos esotéricos enclavados en diferentes lugares del parque. Sabía, por buena fuente, que los masones venían a fotografiarse en lugares escogidos. Nos hizo comprender, extasiados con su charla lenta y mimética, el sentido ceremonial del templo del jaguar: una rotonda sucia de mierda de gamín y envolturas de chicle, decorada con baldosas pintadas con símbolos medievales que enmarcaban los largos bigotes del felino. Mestizaje del siglo once con las deidades chibchas. Nos hizo reparar en la simetría del parque. Forma de cruz orientada hacia el cerro de Monserrate. Lugar de rituales clandestinos planificado por constructores fantasmas cuya identidad estaba perdida en los archivos del distrito.

Después de ese segundo encuentro, nuestra relación quedó sellada para siempre en una complicidad de sociedad hermética. Comenzamos a frecuentar su casa situada a dos cuadras del parque nacional. A leer sus libros y apuntes y a participar en sus empresas inútiles que en algún momento nos hicieron dudar en su cordura. Llegamos a creer que era uno de esos aficionados a mecánica Popular que desbaratan cerraduras y relojes de pared. Nos ponía a fabricar brújulas, elaborar papel con trapos viejos y a aprender a generar electricidad mediante el uso de guayabas y tomates. Con el paso del tiempo comprendimos que Heinz simplemente trataba de iniciarnos en la sabiduría que genera la necesidad. Quería prepararnos para un futuro de carencias. Un futuro en el que la civilización nacería de la nada.

En esos tiempos mucha gente visitaba su casa. Hippies que venían de paso y se comían cuanto encontraban en la despensa. Un grupo de paisas zurumbáticos practicantes del zen y hasta gamines encontraba uno durmiendo sobre los cojines de la sala.

Los padres de Heinz habían muerto hacía poco y la casa era parte de su herencia. Paseaba por los corredores de la segunda planta regando los materos que su madre cuidaba. Lo seguíamos mientras revisaba las goteras que caían en la buhardilla, o contrataba con jardineros ambulantes la poda del jardín cada vez que el césped crecía más arriba de la rodilla. Desempolvaba los libros de su padre, guardados en una biblioteca con puertas de vidrio. Ahí veíamos libros en alemán y en francés. Alguna vez, Toño, al que le gustaba esculcar, encontró una foto de un grupo de masones en el Parque Nacional. Era un grupo de señores serios, con corbata y traje de paño y un delantal de cocinera. Uno de ellos era el padre de Heinz. Pero ninguno hizo preguntas.

La gente que venía se aprovechaba de su ingenua hospitalidad, como hizo un tipo flaco y desencajado que decía ser pintor. Se instaló seis meses en uno de las habitaciones de la casa con la excusa de que estaba haciendo el retrato de Dios.

Sin embargo, poco a poco la gente se fue aburriendo de él y él aburriéndose de la gente, hasta que solo quedamos nosotros cuatro atendiendo sus conferencias informales. Sentados en la sala de la casa, acomodados sobre cojines y la espalda contra la pared seguíamos sus explicaciones in quitarle la vista de encima. Sus charlas podían tratar sobre los conocimientos de Hermes Trimegisto o sobre los recursos medicinales de la hierbabuena y la albahaca.

Él no pretendía ser líder de nada ni oficiante de secta religiosa o política. Era alguien poco dado al gregarismo fácil. Prefería la soledad de sus investigaciones, que ni siquiera nosotros, a lo largo de los años, pudimos comprender muy bien. Su obsesión más recurrente era comprender los hilos del poder mundial. Porque conociéndolos, decía, podremos conocer con anticipación el momento exacto de escondernos antes de que el dedo de un fanático en algún palacio, oprima el botón que destruirá el mundo.

Por esos sus investigaciones tenían las más caprichosas direcciones. Leía los libros sobre la CIA que publicaban las editoriales de izquierda en Medellín. Se detenía a conversar en la carrera séptima con los seguidores del gurú Maharshi Ji. Nos enseñaba a interpretar los despachos de prensa de la UPI. Leía con detenimiento las revistas soviéticas que vendían los militantes de la Juco y las revistas gringas que conseguía en la secretaría de prensa de la embajada norteamericana. Coleccionaba los folletos de los Hijos de dios. Y con toda esa información clasificada de manera aleatoria concluyó: el enfrentamiento entre Rusia y los Estados Unidos se iniciaría con un cruce de misiles sobre el Atlántico. Al brillo de la primera explosión sobre el océano, seguiría la destrucción metódica de todos los objetos y construcciones elaboradas por el hombre, ubicadas en el hemisferio norte.

Las Ojivas nucleares –según su interpretación– no tocarían ningún punto sobre Latinoamérica. Pero la nube radioactiva destrozaría toda forma viviente. Acabaría con la verde jungla del Amazonas. Terminaría con las cristalinas aguas que bajan de los Andes. Infestaría con su energía letal los cultivos de maíz. Por eso debíamos prepararnos con tiempo. Construir tanques de plomo para preservar el agua. Elaborar alimentos encurtidos y frutas en conserva. Conciliar la sabiduría del Tao con la artesanía del albañil para revivir la civilización. Así que nos puso a coleccionar pilas viejas de linterna y objetos de plomo que depositábamos en una caneca de transportar petróleo. A diseñar fraguas manuales y estudiar atentamente la geografía y las corrientes atmosféricas para encontrar el lugar propicio donde fundar la primera colonia colombiana de sobrevivientes del fin del mundo.

El peligro fundamental no será la explosión de la bomba –decía mirando las telarañas del cielorraso, fumando sus inacabables cigarrillos sin filtro–, sino la nube radioactiva que destruirá toda posibilidad de alimentación. La única forma de proteger nuestra comida será con un fusil. Habrá que luchar con veinticinco millones de colombianos hambrientos.

Percibíamos el horror dibujado en la precisión de sus palabras. Yermas extensiones de tierra sobre la que se arrastrarían hombres y mujeres cuya piel se caería en tiras debido a la radiación y a la verde lluvia envenenada. Nosotros, los sobrevivientes, estaríamos encerrados en cuevas de cemento o piedra natural, con un barril de agua y pocos alimentos. Dormiríamos en el suelo, protegidos por capas de plomo en el techo y en las paredes. Nuestros labios se cuartearían por la sed y nuestro cuerpo se reduciría a piltrafas, por la falta de proteínas. No tendríamos a dónde ir. Pasarían años antes de que existiera una hectárea cultivable. Nos enfrentaríamos a bogotanos hambrientos dispuestos a matar por un sorbo de agua. Fieras humanas en harapos, a las que tendríamos que matar a tiros porque el precio de nuestra vida sería la de ellos.

Sin embargo, pese a sus temibles vaticinios, nuestra vida cotidiana de aquellos años continuó igual. Poco a poco tuvimos que escoger oficios para vivir. Toño redactaba horóscopos para un programa de televisión. El Negro era profesor de castellano en un colegio de revalidación del bachillerato para adultos. Yo vivía a la expectativa de una beca para estudiar antropología en México y Joaquín entró a la Universidad nacional. Allí lo sorprendió la masacre estudiantil de 1971, a través de un escueto comunicado que algún activista leyó interrumpiendo la clase de lógica matemática. A partir de ese momento y durante muchas semanas, su horizonte fue piedra en las calles y el humo de las molotovs ardiendo sobre los Mercedes Benz de los funcionarios del gobierno. Pero después de las pedreas y los vidrios regados sobre el pavimento, regresaba a la casa del Parque Nacional, como un fiel iniciado.

Pero hasta esos asuntos de nuestra vida cotidiana le servían a Heinz para sistematizar sus teorías sobre el fin del mundo. La lucha estudiantil que tanto entusiasmaba a Joaquín, para él solo era otra manera de establecer el acercamiento de la hora final. Eran signos de descomposición, junto con las huelgas y peloteras que sacudían todos los municipios del país. Él las enlazaba con los conflictos geopolíticos que ubicaba con manchas de tinta roja sobre un cicatrizado mapamundi llenos de flechas e indicaciones que solo comprendía él. Allí buscaba la fisura por la cual reventaría el planeta. Al mismo tiempo continuaba su infatigable labor de aprendizaje de las más insólitas ciencias. Heinz, hidra de las mil cabezas, no aceptaba la sobrevivencia como un ejercicio animal. Él creía que debíamos recuperar el conocimiento humano en todas sus formas. Einstein era apenas una opción racionalista incomparable al conocimiento de Hermes Trimegisto, o al cifrado mensaje que nos enviaba el ubicuo Fulcanelli. A veces a alguno de nosotros le asaltaba la duda y trataba de contradecirlo. Pero él siempre tenía una respuesta disponible, hidra de las mil respuestas. El siempre supo que éramos incrédulos pero igual nos tuvo paciencia.

Con él descubrimos la localización exacta de las pirámides chibchas de la sabana de Bogotá. Nos enseñó a detectar el fluir de los manantiales subterráneos. A predecir terremotos en la quietud del alba según la actividad de las cucarachas.

Pero más que todo eso, fue un amigo leal. Alguien que nos ayudó a superar el duro tránsito de la adolescencia a las responsabilidades. Cuando nos recibía vestido con unos pantalones anchos, el faldón de la camisa por fueras del chaleco de lana y unas pantuflas despanchurradas, su mirada se iluminaba bajo las breves hebras de cabello que chorreaban por su cráneo pelado de calavera de mono. Era feliz porque nosotros aprendimos la sentencia: hay que ser fiel hasta la muerte. Sin embargo, pese a que él nos dio los sentidos para continuar viviendo, a veces preferíamos la felicidad de la ignorancia.

Por eso continuamos llevando esa doble vida en la que permaneceremos hasta el minuto final del horror. Buscando puestos de trabajo en redacciones de periódico y agencias de publicidad o colegios de secundaria o condenados a estudiantes eternos de la Universidad nacional. Mientras tanto, Heinz correrá a evitar el tumulto nuclear. Mientras nosotros perdemos el tiempo, él estará creando el mundo a partir de arena seca.

Porqué desde siempre tuvo la idea fija en su mente: ir lejos para poder salvarse. El lugar idea, retirado de la lluvias radioactivas, tenía que ser seco, alejado de las corrientes del Golfo de México y de ser posible protegido por las cordilleras. Decidió irse al Huila, a un lugar que jamás quiso (o pudo) determinarnos con exactitud, ya que pertenecía al universo de sus recuerdos infantiles. Un lugar que visitó alguna vez, durante una excursión familiar.

Vendió la casa pero conservó los muebles,. En una bodega, por superstición atávica. Decidió irse para Neiva. Desde allí organizaría el paso final del renacer humano. Buscaría pacientemente el lugar de sus sueños infantiles, conseguiría tierra como colono y empezaría a forjar la primera colonia colombiana de sobrevivientes del fin del mundo.

Ese domingo de trasteo, mientras movilizábamos cajas y muebles, el aire estaba cargado de palabras y preguntas que ya nunca haríamos. Ninguno de nosotros, ni Toña, ni el Negro, ni Joaquín ni yo, expresamos nuestro deseo de partir con él. Tal vez eso explicaba su actitud hostil y sus escuetas órdenes.

El camión fue cargado hasta los topes. Las National Geographic estaban bien acomodadas. El piano bien amarrado y las maletas de ropa encima de todo. La casa era un eco repetido que dejábamos atrás con nostalgia anticipada.

Esperamos a que Heinz aclarara sus últimos asuntos con el chofer y nos sentamos en el muro del antejardín. La tarde estaba fresca y los árboles del Parque Nacional se deshojaban uno a uno.

–Bueno jóvenes– dijo Heinz sacudiéndose el polvo de las manos. –El entierro terminó.

Alguno alcanzó a balbucir.

–¿Y qué Heinz, va a escribirnos?

–No, qué va. Si deciden irse, allá nos vemos.

–¿Y si no lo encontramos?

–Es porque no lo merecen.

Continuamos conversando mientras caminábamos hacia la séptima. Nos detuvimos al borde del andén. Nadie sabía qué aguardábamos, pero cuando vimos que Heinz alargó el brazo para detener un taxi, nos dimos cuenta de que todo había terminado. Permanecimos inmóviles mientras el carro se detuvo. Era un aparato viejo. Un Dodge del 54. Heinz subió sin mayor ceremonia. Desde la ventanilla se despidió con un gesto cabalístico que ninguno reconoció. Sin hacer casi ruido, el taxi desapareció en el fondo gris de la carrera séptima. Entonces quedamos solos frente al atardecer, un domingo antes del fin del mundo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola Roberto, debo decir que me gustó mucho este cuento, quería preguntarte ¿cómo puedo yo conseguir el libro? No lo encuentro acá en Bucaramanga, podrías decirme de algún lugar que conozcas en el cual lo vendan? Muchas gracias.

Un abrazo!

Agustina De Villeblanche dijo...

Estimado maestro. Hago parte de un grupo de teatro y mi director nos ha hablado mucho de su obra. Nos gustaría adaptar el cuento La sombra de la mujercita flor. ¿Sería posible ponernos en contacto y buscar la forma? No hemos podido encontrar el libro ni otra forma de contacto con usted. Quedo atenta, abrazo fuerte con mucha admiración y respeto.