viernes, agosto 29, 2014

La ciudad de la furia

Este texto lo escribí para el libro !Fuera zapato viejo! una selección de textos sobre la historia de la salsa en Bogotá concebido por Mario Jursich (que fue su editor y promotor). Es una edición de Idartes, Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y la editorial de la revista el malpensante.


Yo crecí en una Bogotá donde todo lo que nos rodeaba era viejo. Donde las cosas y la gente estaban detenidas en el tiempo. Los jóvenes que yo veía en mi niñez se vestían como sus padres y sus abuelos. Solo circulaban carros viejos (lo que se denominaba un “último modelo” tenía cinco o siete años de salido del almacén); los buses eran viejos y todo el mundo parecía unificado en la misma edad. Bueno, cuando uno tiene diez años o menos, todos los demás seres humanos parecen demasiado grandes o demasiado pequeños. Pero, en todo caso nací, crecí y llegué a la adolescencia en una ciudad que básicamente era vetusta, anticuada y negada a los cambios, y mi tránsito hacia otra ciudad, más dinámica, o abierta a nuevas propuestas, tuvo una banda sonora que comenzó con el rock y terminó en la música del Caribe.

Para comienzos de los años sesenta el mundo y particularmente el mundo de la gente joven estaba cambiando, tanto en sus formas como en su participación política y por supuesto había un cambio en el paradigma musical. La juventud comenzaba a ser protagonista cultural en una sociedad que tanto en Europa 
como en Bogotá, había cambiado poco desde la segunda guerra mundial. 


Gaiteros de San Jacinto, en Bogotá en 1979. Foto: Roberto Rubiano
Mi familia, que como corresponde a esa ciudad vieja, era del viejo estilo, estaba formada por nueve hermanos. Esa multitud de hermanos incluía todos los gustos musicales. Los mayores, que me llevaban doce y catorce años, tenían su propia discoteca: Pacho Galán, Pérez Prado, Lucho Bermúdez. Mi papá escuchaba unas cosas raras que después descubrí que se llamaban zarzuelas, aunque escondía una colección de Jazz que nadie escuchaba. Ni yo, porque hasta los doce años no tuve ningún gusto musical en particular, pero a partir de allí mi educación formal se confundió con mi educación musical y esta con mi educación sentimental. No sé si por influencias de una en la otra comenzaron a echarme de los colegios respetables donde se iba de uniforme y pasé a estudiar en colegios de garaje donde se refugiaban los músicos de Rock de las nuevas bandas que tocaban  en las discotecas de Bogotá. Lo cual, en todo caso, fue un golpe de fortuna.

Yo me for
mé en la música g
racias a algunos de esos momentos significativos. Mi hermana mayor vivió en Inglaterra a mediados de los años sesenta y cuando volvió, para la navidad de 1964, me regaló dos discos de un nuevo grupo que todavía no sonaba mucho en Bogotá. Era un Long Play titulado simplemente The Beatles (con la famosa foto del cuarteto tomada en contrapicado) y un Cuarenta y cinco con dos temas, Love me do y Can’t buy my love. Tuve que escucharlos durante veinticuatro horas seguidas (mi hermana asegura que así fue), para entender esa música, pero sobre todo para formarme mi primer gusto musical. A partir de esos discos de The Beatles algo me gustaba, algo me conmovía.

Un par de años más tarde, mi papá decidió sacarnos del barrio de la Soledad donde había pasado mi niñez y nos trasladó a San José de Bavaria donde la vida se parecía más a la de un pueblo que a la de una ciudad. Era, si cabe, un mundo aún más viejo, pero ofrecía mucho espacio para andar en bicicleta y correr por los potreros gracias a que era un barrio casi sin construír donde vivíamos poco menos de veinte familias. Allí hice un amigo medio nerd, con el cual aguardábamos la aparición de ovnis sobre las verdes colinas de Suba y discutíamos acerca de los arcanos conocimientos de la enciclopedia Planeta; pero lo más importante es que él y su hermana eran dueños de una completa discoteca de “música moderna” como se la llamaba entonces. El papá de mi amigo viajaba una vez al mes a Miami y le traía lo último que había salido en las tiendas de discos del aeropuerto. Gracias a esas encomiendas descubrí el amplio mundo de la “música ye ye” (como también se la llamó) y que ue poco a poco se terminó por denominar simplemente: Rock.

En ese barrio campestre o campechano, donde pasé mi adolescencia, si uno quería tener alguna oportunidad con una quinceañera había que ir a las fiestas navideñas de ron con Cocacola, empanaditas y música de chucuchucu, en las cuales el rock no era de buen recibo. El chucuchucu era la música del mundo viejo y el rock la del mundo nuevo. Pero las chicas estaban en el mundo viejo y no el mundo nerd donde yo vivía. Así que en las mañanas de diciembre escuchábamos a Beach Boys, Rolling Stones, Animals, y en las noches hágale a bailar chucuchucu con Los graduados, en una suerte de esquizofrenia musical muy apropiada para esa ciudad vieja en la que todo comenzaba a cambiar con lentitud, como una serpiente de invierno despellejándose con lentitud.

Mi primer contacto con la música del Caribe lo tuve en 1969, durante una conversación en el colegio de garaje donde estudié el bachillerato. Estaba con un compañero que tocaba con una banda de Rock, no recuerdo cual, tal vez La Banda de Marciano, o Glass Onion y me habló de un músico llamado Carlos Santana. Todavía faltaba tiempo para que llegara a los cines de Bogotá el documental sobre el Festival de Woodstock. Recuerdo casi al pie de la letra sus palabras; “este tipo combina el Rock con la música cubana y ha adaptado temas de Tito Puente”. Yo me quedé en babia, no tenía ni idea qué era la música cubana ni quien era Tito Puente. Aunque seguramente los había escuchado sin saberlo, en las fiestas de mis hermanos mayores. Por eso cuando vi, dos años más tarde, el documental sobre Woodstock, en un teatro del centro de Bogotá, con pepos que bailaban contra la pantalla y mucha marihuana en el ambiente, descubrí de qué hablaba mi compañero de colegio. Ese latin beat que inicia aquel tema famoso, Soul Sacrifice de Santana, fue una revelación absoluta. El sonido de la guitarra eléctrica y el órgano Hammond iba muy bien con la percusión latina de congas, timbales y maracas, propios de la música cubana. Un bombillito se encendió en el panel de mis gustos musicales. “Ladies and gentlemen, Santana…”

Todo ser humano repite en sí mismo a escala los fenómenos de su tiempo. Pero no se da cuenta. Necesita que otros lo confirmen para asegurarse de ello. En mi caso la experiencia iniciada con la música popular de origen británico iba a repetir dentro de mí, el mismo proceso de influencias que afectó a toda la música popular desde 1960, o incluso antes. Es decir, así como el jazz y el naciente rock afectaron positivamente la música cubana hasta conformar el sonido de la salsa, de la misma manera mi formación musical a partir del rock me llevaría más tarde al jazz y a la salsa, en un proceso natural de aprendizaje musical.

Recuerdo que los primeros temas afrocubanos que escuché por mi propio gusto fueros los interpretados por un dueto cubano. Era 1972 y mi novia de entonces y su hermano menor tenían varios casetes de Celina y Reutilio. Allí escuché por primera vez esas composiciones legendarias como Qué viva Changó, A Santa Bárbara, o El punto cubano; canciones que todavía resuenan en mi memoria y acompañan los recuerdos sentimentales de mis veinte años. Alma, como se llamaba mi novia, tenía una personalidad un poquito autosuficiente. Superalma, la llamaron más tarde en homenaje a un personaje de Vanishing Point, la película con guión de Guillermo Cabrera Infante, un escritor que también me acompañaría en los senderos de la música cubana. Alma creía que estaba de regreso de todo y que sabía más sobre todas las cosas que los demás seres humanos. Tenía amigos más grandes que hacían cine y televisión, y ella misma era actriz de televisión; por eso creía ser experta en música cubana, y claro, comparada conmigo, lo era. Con ella pasaba muchas noches escuchando Celina y Reutilio y tomando té con limón, que era una costumbre nueva en una ciudad con demasiadas costumbres viejas. Así, poco a poco, inicié mi trasteo musical hacia el Caribe.

Parte de las razones que me habían convertido en un mutante de esa ciudad vieja se debían a que comenzaba a moverme en grupos sociales diferentes. Mi esquizofrenia musical me llevaba a divertirme por temporadas con mis amigos de San José de Bavaria o con los rockeros que tocaban en el Parque Nacional y en Lijacá. Pero poco después, en la casa de Suba de la pintora Margarita Monsalve, hice otros amigos: Antonio Morales, Marcos Roda y todos aquellos que siguen siendo mis amigos. Vivíamos las fiestas a punta de Moustaki y Paco Ibañez pero comenzábamos a apreciar otra música para acompañar la noche. Allí escuché los dos primeros discos que me sirvieron como puerto de entrada a eso que después conoceríamos como salsa. Uno fue la primera grabación de Patato y Totico y que se llamaba así, simplemente: Patato y Totico, el otro era el tercer disco editado de Willie Colón, Cosa nuestra. Una pequeña selección que no estaba mal para comenzar. En Patato y Totico tocaban grandes músicos. Estaba Arsenio Rodríguez y Cachao. Y en el de Wilie Colón ya estaba una figura legendaria y fulminada: Hector Lavoe, que al decir de Eduardo Arias fue lo más cercano a un Rock Star que produjo la salsa. Tostado a punta de perica y trago. En el índice de ese disco se destacaban Che che colé y Juana Peña, dos temas que iban a ser parte fundamental de la banda sonora de la Bogotá de la furia salsera.

Por esos días, uno de esos amigos de mi novia Alma, un cineasta que solo hizo un par de cortometrajes del llamado sobreprecio del cine colombiano, fue quien nos llevó a descubrir uno de los santuarios famosos de la salsa en Bogotá. La jirafa roja
, un lugar con más aire de prostíbulo que de rumbeadero, o de lugar mítico de la salsa como se la considera ahora. Pero lo era. Quedaba en los altos del teatro Mogador de la calle 23. Tengo la borrosa visión de una pista con luces de colores y piso sintético. Pero sobre todo recuerdo que sonaban bandas como las de Richie Rey y Nelson y sus estrellas. Llegar en ese momento a La jirafa roja era como cumplir un paso más en un ritual para conocedores que incluía algunos otros retos, como ir a tomar cerveza al Tunjo de oro, para conocer la música de la Sonora Matancera, o saber bailar al ritmo de Amparo arrebato. Ser un salsero, en 1974, en Bogotá, era un título honorífico que pocos tenían y muchos deseábamos. Además, al igual que toda especialización, la salsa en aquel tiempo era una conjura contra los neófitos. Los que sabían de salsa, habituales de aquellos lugares, nos miraban a los recién aparecidos con un desprecio infinito. Se trenzaban en conversaciones eruditas acerca de tal o cual interprete, que a los espectadores nos parecían física cuántica.

Como todo centro de reunión de aquella época sin redes sociales, los bares cumplían una función esencial de unir el espíritu de los diversos ghetos. Los estudiantes de Buenaventura y de Cali, los estudiantes de la costa Caribe, encontraban en esos bares refugio para afrontar el frío y la soledad de las calles de esa ciudad vieja y triste que continuaba siendo Bogotá a mediados de la década del setenta.

Poco a poco los metederos tradicionales (El paladium, La jirafa roja, El tunjo de oro) se fueron apagando y cediendo su espacio a los nuevos bares. La música afrocubana ya no era de uso exclusivo de Cali o de Barranquilla, sino una consigna que los estudiantes bogotanos, los periodistas, los intelectuales, los activistas de izquierda o simplemente los costeños de nuestras dos costas, compartíamos. Una verdadera furia musical que estaba transformando algo más que la forma de bailar de los bogotanos.

La fundación de bares con un nuevo estilo, como fue El Goce Pagano, Casa Colombia, La teja corrida y los que vinieron después, fue muy importante en ese proceso de reconocimiento social. En ese proceso que llevó a una sociedad que no dialogaba consigo misma, a transformarse en una nueva sociedad que se identificaba con nuevos códigos de interacción personal. Para las mujeres bailar con desconocidos en esos nuevos bares, sin que las manosearan, resultó ser una liberación. Podían conversar con esos mismos desconocidos sin que estos creyeran que le estaban ofreciendo sexo, necesariamente. Aunque, por supuesto, la nueva noche bogotana fue muy libre en sus hábitos sexuales. Puso en escena la consigna del amor libre pregonada por los hippies de la calle sesenta. La ciudad vieja se transformó en la ciudad de la furia salsera, aunque sus espacios continuaran siendo poco coloridos, fundamentalmente porque los bares donde la salsa creció eran poco más que tiendas remodeladas, sin mayor iniciativa en su decoración y esa fue una constante hasta la llegada de Casa Colombia y La teja corrida.

A fines de los setenta las salsotecas, casi por rebeldía contra la imagen de la clásica discoteca de espejos, terciopelos y luces dirigidas, eran más bien huecos con aspecto de bar de mala muerte donde sonaba salsa. No eran muchas, El goce, El caño de la 53, Los nuevos goces, todos eran más o menos del mismo corte: lugares mal decorados, mal ventilados y con sillas incómodas, pero con buenos pincha discos y un ambiente relajado y amable. El cambio en este estilo de bar fue sin duda La teja corrida, que nació junto a Casa Colombia, en el local que le había pertenecido al Café de los poetas. Ese lugar añadió algo que ya Casa Colombia había logrado dentro de su propuesta, tener un poco de armonía estética en sus ambientaciones. Casa Colombia y La teja corrida fueron los primeros lugares en tener una atmósfera con diseño para la rumba, evitando de paso el paradigma discotequero. Con obras de arte en las paredes y una galería permanente. Casa Colombia, por ejemplo, tuvo como primera curadora de su galería a Paulina Ponce de León. Su influencia se notó en el segundo Goce Pagano, el de la veintiséis con quinta, que era de lejos más bonito que el de la veinticuatro, aunque este desde entonces sea el “hueco” por excelencia. Una pieza de museo.

Pero Casa Colombia no solo fue importante centro del frenesí rumbero. Ellos propusieron una nueva dimensión de la música colombiana emparentada con la salsa. Los dueños del lugar, como Ios (Juan Luis Vieira) o Gustavo Bejarano, eran del grupo de hippies que había colonizado Taganga y tenían una relación con la música de la costa muy diferente a la de cualquier bogotano. Parte del encanto de Casa Colombia, fue combinar las experiencias rumberas propias de la salsa emergente con los de la curramba costeña. Los bogotanos, con dificultad, comenzaron a bailar cumbia descaderada, a gritar y a gozar con los últimos Gaiteros que quedaban sobre la tierra y que gracias a Casa Colombia encontraron una nueva oportunidad sobre la tierra, como hubiera dicho su coterráneo de Macondo.

La aparición de estos grupos colombianos en los escenarios de la salsa bogotana fue un cambio significativo en la manera de apreciar nuestra herencia musical. El chucuchucu paisa había acabado con los ritmos tradicionales y había marginado a las grandes bandas de música colombiana. Los porros, los merecumbés, todos esos aportes de Lucho Bermúdez y Pacho Galán habían sido simplificados para disfrute de la clase media con unas melodías pegajosas que les habían quitado los dientes a esas composiciones poderosas, diseñadas para orquestas que eran verdaderas Big Bands a la manera cubana y habían reducido sus melodías a unas escuálidas orquestaciones fáciles al oído de los bailadores sin ritmo. Porque la cumbia, el currulao y el guaguancó no eran ritmos apropiados para oídos patrioteros deseosos de escuchar a la Tuna javeriana y bailar después cumbias descafeinadas grabadas en los estudios Sonolux.

Con Los gaiteros de San Jacinto llegó a Casa Colombia un vendaval musical desconocido. Los salseros comenzaron a entender que la música de nuestras costas era parte de la tradición musical afrocubana. Este antecedente es importante mencionarlo porque hoy la gaita sanjacintera o la percusión del currulao es una instrumentación obligada en el movimiento de las nuevas músicas colombianas. Los gaiteros de San Jacinto recuperaron en la fría Bogotá de fines de los setenta su tradición y hoy todos los días sale un nuevo maestro de la gaita, para fortuna nuestra.

La música colombiana comenzó a cohabitar con las bandas de salsa que se estaban formando en Bogotá, como el grupo del percusionista Pantera García y Cañabrava. Los grupos vallenatos bajaron de Valledupar a la pista de Casa Colombia décadas antes de la actual explosión comercial del vallenato devenido en un remedo de sí mismo. En la actualidad hay muy buenas bandas de jazz y ritmos colombianos y de salsa que jamás hubieran existido de no haber llegado a la noche bogotana, en el momento preciso, el vallenato, el currulao del pacífico y la gaita sanjacintera.

Esa combinación musical comenzó a hacer más civilizada esta ciudad que poco a poco dejaba atrás sus viejos hábitos y comenzaba a definir una personalidad por lo menos en cuanto a la manera de divertirse, una personalidad musical enraizada en nuestras mejores tradiciones. Y apropiándose, al mismo tiempo, de las virtudes de la música cubana y boricua. Un cierto sincretismo musical bogotano que hoy se expresa en un catálogo amplio y diverso de nuevos músicos.

Obviamente, en estos bares, fueron surgiendo nuevos especialistas. Conjurados de la nueva iglesia musical. En esas noches paganas bogotanas, comenzaron a aparecer los bailarines caleños o costeños, que movían el pie con más gracia que los pobres rolos. También se multiplicaron los conocedores, los que se sabían de memoria el origen del término salsa (hoy todavía uno puede escuchar largas disquisiciones acerca de cómo y cuando se bautizó al nuevo movimiento musical); que recitaban de memoria las fichas técnicas de las grabaciones; que conocían los intríngulis del negocio de la Fania, de cómo un sello había sido absorbido por otro; de cómo había comenzado tal o cual cantante. Lo dicho, la salsa generó incluso su propio universo intelectual; una nueva conjura de especialistas en contra de los iniciados.

Pero lo fundamental es que la experiencia de la salsa cambió para siempre a la ciudad que conocíamos hasta entonces. La ciudad vieja, que ya estaba amoblada de Renaults y Mazdas que renovaron el parque automotor, estaba cambiando en aspectos mas profundos. Se generó algo que podríamos llamar frescura para compartir los espacios sociales. Los bares se convirtieron en el santo y seña de una nueva forma de convivencia. Si uno estaba desparchado un lunes, podía ir al Goce Pagano a ver una película y ver con quien se encontraba para echar carreta, o el viernes a Casa Colombia a brincar con Los gaiteros de San Jacinto, o bailar apretado con la banda vallenata. Allí uno veía conspirar a la guerrilla urbana en una mesa y por otro lado a un columnista de El Tiempo; una mesa de gente de teatro junto a un grupo de pelados de la Distrital. Puede decirse que la salsa rompió fronteras sociales y culturales. Fue algo mas que una moda musical. Así como en Nueva York sirvió como identidad cultural para los migrantes latinos, aquí nos ayudó a encontrar los cabos sueltos de nuestra riqueza musical extraviados en los vericuetos del chucuchucu que había dominado la noche bogotana en los años sesenta.

Podría alegarse que tal cambio afectó solamente a una pequeña zona social, pero también hay que mencionar que todo cambio comienza con unos cuantos inconformes. Después de aquellos primeros bares surgió El Quiebracanto, Los Café Libro, la zona rumbera de la Primero de Mayo. En fin, una actitud más relajada a la hora de divertirse se esparció, como un virus, por toda la ciudad. Una nueva forma de entender la fiesta se aposentó entre nosotros. Y eso no hubiera sido posible sin la salsa, ese goce pagano como lo bautizó nuestro querido César Villegas.

Entre 1983 y 1984 mi relación con Bogotá entró en una nueva etapa, comencé a marcharme lentamente a vivir a Quito. Al principio unos meses aquí, otros meses allá, hasta que terminé por fundar allá un bar de salsa en el que que reuní las experiencias vividas en los lugares donde había vivido la salsa en Bogotá. El nombre de mi bar, Seseribó, surgió de Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. En ese bar de nombre literario pasé casi veinte años programando música, haciendo bailar que no es lo mismo que hacer escuchar. Seseribó fue el final de mi aprendizaje con la salsa. Ya los especialistas no me intimidaron más. Pero también descubrí que la salsa era para gozarla no para intelectualizarla. Y también descubrí que Quito, como Bogotá en su momento, se salsificó. Se contagió de ese extraño virus de la alegría.

Pero esa es otra historia.




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